Autor: José Córdoba Tapia
Persona con discapacidad visual
Capítulo I
Aquella noche, algo extraño se vislumbraba en el ambiente, una espesa bruma se dejaba sentir por toda la región, la obscuridad ya casi era dueña de todo, incluido el pueblo de San José Copainalá; la enrachada ventisca no dejaba de soplar doblegando a su paso las escuálidas y desnudas ramas de los árboles, acarreando consigo gran cantidad de basura y hojarasca entremezclada con pestilentes olores, quizás los putrefactos vapores de la carroña de algunos animales muertos.
Por la tarde estuvo lloviendo a cántaros, y aunque ya había amainado, el agua no dejaba de caer; en el cielo no había estrellas, la luna no brillaba como en otras ocasiones; todavía se escuchaba el golpeteo de la lluvia que caía sobre los tejados de las vetustas casas, las angostas calles se mostraban encharcadas y lodosas; una que otra tímida luz se apreciaba en los resquicios de puertas o ventanas, parecía un pueblo fantasma, no se veía gente por ningún lado, era como si se la hubiese tragado la tierra.
Allá a la distancia, por donde las montañas se yerguen colosalmente como los eternos guardianes del gran cañón, se podía escuchar como emergía desde lo más profundo el estruendoso estallido de infinidad de relámpagos, dibujando en el firmamento destellantes y anguladas figuras; el suelo, las ventanas y muchos otros objetos no cesaban de agitarse ante el embate de aquella furia de la naturaleza, en tanto, a lo lejos, en actitud asustadiza, algunos perros ladraban lastimeramente, como si presagiaran o anunciaran el advenimiento de alguna tragedia.
Era muy difícil saber cuánta gente podía estar aún despierta, y contrario a lo que ocurría en el cielo, un extraño silencio emergía de entre las casas y comercios; la pequeña y maltrecha parroquia del pueblo, en medio de tanta penumbra, apenas si mostraba su húmeda fachada, el agua resbalaba por entre los recovecos del barroco de su decoración, ya bastante vieja y abandonada; en el solitario y estrecho atrio, una discreta farola no daba abasto para iluminar todo el espacio, mientras afuera, en las calles, salvo el ruido adormecedor de la lluvia, todo era inclemente.
Ya casi era media noche, y francamente no se antojaba estar de pie ni un tantito, y mucho menos andar por la calle, exponiéndose a las inclemencias del tiempo; el lugar se tornaba lúgubre y tenebroso, la penumbra así nos lo dejaba ver, muy pocos locales justificaban estar abiertos a esas horas, la demanda de servicios no era mucha, el pueblo es muy pequeño y sus habitantes muy pocos, solo en dos o tres lugares supuestamente siempre hay gente despierta de madrugada, tal es el caso del inmueble municipal, donde, por la noche, un elemento queda de servicio, y en el mejor de los casos, hasta dos de ellos hacen la guardia.
También en la vieja y descuidada botica, que a la vez, sirve de dispensario médico, ubicada en el portal poniente, frente al jardín principal, en donde al obscurecer y después de haber cerrado, queda un pequeño foco encendido, sobre una muy discreta ventana de madera, donde, con solo dar unos golpecillos con el enmohecido y rústico aldabón, es suficiente para que el boticario, adormilado y encorvado hombrecillo, ya entrado en años, y algo cegatón, aparezca, y brinde ayuda a quién así se lo solicite, ya sea vendiéndoles algún medicamento, o bien, recomendando algún remedio de esos que solo él sabe preparar, con un sabor a rayos, pero que resulta muy eficaz para calmar esos cólicos traicioneros, que atacan muy de madrugada.
Precisamente, esa noche era una de esas ocasiones en que en el cuartel de policía, pernoctaban un par de peculiares personajes, que con solo describirlos basta y sobra para darnos una idea de lo pintoresco del lugar.
El primero de ellos, un hombrecillo singular, algo timorato y muy desaliñado, sencillo en su persona y sencillo en su carácter, de nobles cualidades pero pobres aptitudes, de aspecto beodo, pero nada más eso, el aspecto, ya que el siendo muy celoso de su deber, únicamente recurría a las bebidas espirituosas los días de su descanso, y como estos eran muy pocos, por la escasez de personal, entonces rara vez se le podía advertir en estado etílico.
Junto a una barandilla, se le hallaba recostado plácidamente, echado hacia atrás, sobre el respaldo del sillón de un escritorio y con sus pies soportados sobre la cubierta del mismo; claro está, después de haber recorrido hacia un lado los varios objetos que ahí se encontraban, entre otros, una placa de bronce, en cuyo membrete se puede leer “MINISTERIO PÚBLICO“ , y una taza de cerámica algo despostillada, conteniendo en el fondo restos de café y colillas de cigarro, sus ronquidos inundaban el salón de lado a lado, espantando con su mano derecha, ocasionalmente las moscas y los zancudos que rondaban su rostro; su nombre Anastasio Sánchez, con quince años de servicio y casi cuarenta de edad, sin alcanzar el uno sesenta de estatura, prieto, de cabello lacio y difícil de peinar, su bigote grueso y despoblado, regordete y algo patizambo, quizás de ahí el desgaste tan irregular de la suela de sus botas; su escolaridad resultaba muy precaria, casi nula, algo muy particular lo hacía diferente a los demás, su ojo derecho, quién sabe cómo y cuándo lo perdió, todo el tiempo ha cubierto la oquedad con uno postizo de vidrio; su misión, estar siempre alerta para cualquier emergencia y presto a brindar ayuda a la población, en el momento en que esta se lo demande.
En el viejo y polvoriento reloj que cuelga en la pared, al fondo del salón, del otro lado de la barandilla, podía observarse como sus manecillas marcaban las veintitrés horas, con cuarenta y cinco minutos.
El segundo de ellos, otro personaje también de estampa muy particular, con una figura espectral y misteriosa, flacucho, casi esquelético, de aspecto humilde, muy humilde, basta ver su uniforme ya muy viejo para darse cuenta de ello – ¿Y cómo no? Si el sueldo que gana es de miseria, un miserable sueldo que no alcanza para nada; bien sabido es en el pueblo, que además de sufrido esposo, es padre de nueve hijos, a quienes hay que alimentar y proveer de lo más indispensable, o por lo menos intentar hacerlo; su dedicación y lealtad hacia la corporación le confirieron la simpatía y confianza de sus superiores, motivo por el cual le fue encomendada la muy honrosa misión de hacerse cargo del turno de la noche, y es así, que desde hace tiempo es el responsable de tan alta distinción, muchas veces ha tenido que enfrentar él solo la encomienda, ya que en muy pocas ocasiones es acompañado por otro gendarme.
Una de sus principales características, es el hecho de que siempre hace la guardia de pie, junto al portón de la entrada, bajo la tenue iluminación de una farola; algunos parroquianos y trasnochados que se atreven a pasar por el lugar a esas horas, no terminan de acostumbrarse a su arcana figura, un raro escalofrío les hace estremecer de pies a cabeza, hay quién se santigua y persigna antes de pasar por ahí, encomendándose a toda la corte celestial; y no es para menos, su draculezco aspecto en verdad que asusta, si no fuese por su raído y viejo uniforme, y la gorra con un letrerito que dice POLICÍA, y la placa que porta sobre la camisola, que así lo identifican, uno pensaría que un ser diabólico, venido de ultratumba, acechante espera a que su próxima víctima pase por el lugar, su pálido rostro y sus pómulos muy salidos, su boca roja y lo fino de sus labios, todo el tiempo con los ojos muy abiertos como si no tuviese párpados, y mirando siempre en una sola dirección, difícilmente se puede apreciar que parpadee, por horas se mantiene en esa posición, sus manos entrelazadas las sostiene sobre su pelvis; quien no lo conoce especula que se trata de una figura de cera a la entrada de un museo de terror.
Gran parte del día, el pueblo estuvo semivacío, la plaza principal se vio poco concurrida, unas cuantas personas se atrevieron a caminar por las húmedas calles, evadiendo charcos, pisando piedras o montículos, procurando no hundir sus pies en el lodo; los tendajones, el mercado y los diferentes locales que habitualmente son abarrotados, en esta ocasión no lo estuvieron tanto, los pocos niños que acudieron a la escuela, no lograron llenar el lugar con su algarabía, su risa no fue tan abundante como la de otras veces, quizás porque el inmueble tan vetusto y mal acondicionado, particularmente esa mañana no era bañado por el sol, y su patio, si es que a esa pequeña extensión de tierra se le puede llamar patio, era un auténtico lodazal, en otros días por lo menos es un espacio terregoso donde pueden jugar, pero en esta ocasión ni para eso les sirvió.
La pertinaz lluvia que desde temprana hora se dejó sentir y esa neblina que obstaculizaba los rayos del astro rey, creaban un ambiente poco agradable, más bien desalentador; los campesinos, acostumbrados a dar inicio a sus labores muy de madrugada, al darse cuenta que las condiciones del tiempo les eran adversas, prefirieron quedarse en sus jacales, sin siquiera salir a los corrales, no sacaron a sus animales a pastar, ni los llevaron al abrevadero, optaron por arrimarles un balde lleno de agua, y una buena dotación de pastura, para que pudieran resistir por ese día su encierro.
Temerosos miraban al cielo, y luego fijaban su vista hacia el horizonte, mostrándose muy nerviosos, algo los inquietaba, decían que esta forma de llover no les gustaba, que siempre ha llovido abundantemente por toda la región, pero en esta ocasión sentían que algo raro se respiraba en el ambiente; el agua al caer sobre sus cuerpos no les refrescaba como de costumbre, un escalofrío recorría todo su cuerpo, por ello prefirieron quedarse a buen resguardo, encerrándose a piedra y lodo, fieles a sus creencias y a sus tradiciones, pero sobre todo siendo un pueblo tan supersticioso, los tenía muy asustados el viento y los relámpagos, rumoraban que algo horrible estaba por ocurrir, que fuerzas malignas se paseaban en el ambiente; había un olor a muerte que el viento traía desde allá, desde la hondonada, por donde casi nadie va, por donde solo hay pantanos, y más allá solo está el camposanto.
Capítulo II
Agazapada entre la oscuridad, casi desapercibida, escondida entre los corrales, y abrazada por el hedor de la boñiga, se encuentra la inhóspita y pestilente cantinucha del pueblo, otro de los locales que da servicio hasta muy entrada la noche, probablemente en la clandestinidad, bajo la complacencia de alguna autoridad; enclavada a las afueras del pueblo, por el viejo y escabroso camino que va hasta el camposanto, construida en su mayoría con madera y pedazos de cartón corrugado, el techo a dos aguas, formado con trozos de palma, y manojos de paja, su interior, de no muy grandes dimensiones, apenas unas cuantas mesas diseminadas por el salón, sobre piso terregoso, en el rincón, un mingitorio, nada discreto, en lo alto, sujetados a una de las vigas, cuelgan dos focos, uno a cada lado, iluminando tenuemente el lugar.
Como de costumbre, aquella noche, Crisanto, el cantinero y dueño del lugar, hombre bonachón, y algo taimado, atendía su negocio en actitud displicente, agobiado por el cansancio, después de un largo día de ajetreo, y dejando escapar por momentos algunos bostezos, recargado sobre la cubierta de la barra, veía pasar el tiempo; mientras los cuatro borrachines que febrilmente departían en la mesa, bebían de sus vasos el aguardiente que por varias horas habían estado ingiriendo, entre bromas, risas y algunas bravatas, el rato se había convertido en parranda, no se apreciaba para cuando abandonarían el tugurio.
-¡Vamos, José Anastacio!- acepta de una buena vez pues, que eres gallina y que se te encoge el pellejo del puritito miedo y que no tienes tamaños tanates.
José Anastacio, era el carpintero del pueblo desde hacía varios años, oficio que aprendió de su padre y de su abuelo, desde muy pequeño ayudaba en la carpintería recogiendo la leña y el aserrín o moviendo cola, hasta que esta estuviese bien caliente, para que la madera pudiese ser ensamblada. En esa modesta carpintería, lo mismo se armaba una silla, un baúl o un ropero, no existían límites para las ásperas manos de esos artesanos.
Las manos del pequeño aprendiz de carpintero lentamente se fueron endureciendo, al punto de tener la habilidad de labrar la madera, sin que esta opusiese resistencia.
Con el tiempo fue aprendiendo a clavar, a serruchar, a usar la gurbia y el gramil, ante la simpatía de su abuelo y el regodeo de su padre, quienes con agrado veían como el muchacho, poco a poco se iba apoderando del oficio.
No muchos años hubieron de pasar, para que por fin se convirtiera en un experto en el manejo del oyamel, sus manos ya eran capaces de construir todo aquello que en madera fuese posible construir. De cuando en cuando, se daba el lujo de dar forma al cedro, a la caoba, y a otras finas maderas.
Esto a la postre, le ganaría el reconocimiento de padre y abuelo, pero muy en especial, el de la gente, que ya le reconocía sus habilidades.
Siendo él, el único carpintero que quedaba en el pueblo, pues su padre ya era un anciano, y su abuelo, hacía ya tiempo que había partido de este mundo, no podía eludir ciertos encargos que la gente le solicitaba en calidad de urgente, quién sabe por qué, pero la gente tenía el mal gusto de morirse principalmente de noche, y era necesario fabricar los ataúdes lo más pronto posible; este hecho le ganó a él, la fama de ser quién les daba el último adiós a los fieles difuntos, pues debía tomar algunas medidas para que el tálamo quedase debidamente confeccionado antes de partir a su última morada.
No le importaba el uso al que iba destinado el féretro, más bien le interesaba que fuese su mejor obra maestra, sentía una enorme satisfacción al verlo terminado, lo mismo disfrutaba si se trataba de un ropero, una cama, una silla o una caja mortuoria; él se daba por satisfecho, si su clientela quedaba contenta con su trabajo.
¿Cuántos de estos artilugios había ya fabricado en todos estos años? Quién sabe, nunca llevó la cuenta, siempre alardeaba que más de la mitad de los difuntos que estaban sepultados en el camposanto, les había hecho su cajón, y que por tal motivo todos los ahí sepultados, eran sus amigos; de ahí, la discusión de aquella noche en la umbría cantinucha.
Ante tal jactancia, sus acompañantes retobándole lo increpaban
-Anda, si como dices, todos los difuntos que están sepultados en el camposanto, son tus amigos, ¿por qué no vas ahorita que es media noche a visitarlos?-
-¡Lo que pasa es que eres un gallina!-
Mientras la discusión seguía su curso, allá afuera, sobre el fangoso camino que viene del vetusto panteón, se escuchaban , confundidos con la pertinaz lluvia, los trastabillantes pasos de Segismundo, el viejo sepulturero, quién noche a noche se dejaba llegar al lugar, para echarse su traguito de aguardiente.
En esta ocasión, apenas llegó a la desvencijada barra, y lanzando una moneda sobre la superficie, inclinó levemente la cabeza, movimiento que entendió perfectamente Crisanto el cantinero, acto seguido, tomó un vaso, y llenándolo poco más de la mitad, lo colocó al alcance del siniestro personaje, quien después de sorber un gran trago, se concretó a mirar de soslayo, a los enardecidos borrachines, su ininteligible mirada horadaba hasta el más mínimo detalle; en su rostro sombrío, casi cubierto por el ala ancha de su viejo sombrero, se dibujaba una sonrisa burlona por los gritos y manoteos de los parroquianos.
Apenas hubo terminado su trago, dio la vuelta, y en silencio, tal y como había llegado, se retiró, su sobrecogedora figura se perdió tras de la puerta. nuevamente se volvieron a escuchar los lerdos pasos del anciano, pero ahora, de regreso, hacia el ruinoso panteón; la pertinaz lluvia no cesaba, y en poco tiempo, los pasos que se alejaban, se perdieron a la distancia, todo era oscuridad, no era fácil comprender como el sepulturero podía recorrer esa fangosa brecha.
Resentido y lastimado en su orgullo, el carpintero, quien ya mostraba los estragos del alcohol, se puso de pie, con irresoluto movimiento y con voz aguardientosa retobó:
-¡Claro que los tengo bien puestos, jijos de la chingada, y pa’ que vean que a mí los muertos me pelan los dientes, vamos al camposanto, pa’ demostrarles que sí soy muy macho!-
-¡Mira Anastacio, si en verdad tienes los tompiates bien puestos, lo vas a demostrar asegún te lo digamos; vas a entrar al cementerio e irás hasta mero en medio y buscarás la tumba más grande, la que tiene al santo Cristo en actitud doliente y ya frente a él, tomarás un clavo de este morralito, y este martillo, que vienen aquí dentro de tu caja de herramientas, y lo hundirás sobre la lápida. Cuando salgas, entraremos todos para ver que en verdad hayas puesto el clavo donde te dijimos; y si no lo haces, serás un pinche cobarde!-
Cubriéndose con sus hules a manera de capa, y lanzando toda clase de improperios, los cuatro trasnochados salieron del lugar.
Capítulo III
Incesante, la lluvia mojaba las capas de los incitados parranderos, quienes en su irreflexiva discusión, recorrían el tortuoso lodazal, la media noche como mudo testigo, los acompañaba en tan inútil expedición; entre más se alejaban del pueblo, más se adentraban en el inframundo de lo desconocido. El álgido vientecillo que colisionaba contra sus rostros, no lograba despabilarlos del todo, su rumor provenía de muy lejos, difícil saber de dónde, pero de muy lejos, por fin sus pasos se detuvieron a la entrada del ominoso camposanto.
Crispados hasta la médula, apenas si atinaban a pronunciar palabra, lo que minutos antes, era pura fanfarronería, ahora se traducía en terrible mariconería; con sus pies adosados al fangal, improvisaban el perfecto pretexto para no continuar con su cometido, argumentaban que el barro cada vez se tornaba más pegostioso y esto les impedía seguir; sujetando fuertemente sus capas, buscaban protegerse más de los murmullos y de las espectrales figuras que con el movimiento del viento, se dibujaban entre las ramas de los árboles, que del agua misma; de reojo miraban entre la verja del camposanto, el espectáculo era más que aterrador, la oscuridad, el golpeteo del agua contra las lápidas y los charcos, definitivamente no invitaban a pasar al interior de tan desagradable lugar.
Por fin, alguien atinó a decir -¿Pues qué chingaos, vas o no vas a entrar José Anastacio, recuerda lo que dijiste?- ahora nos cumples.
El pávido carpintero, puyado hasta lo más profundo de su orgullo, vacilante empezó a dar pasos hacia el frente, por momentos se detenía, luego continuaba, no sabía que era lo que lo motivaba a continuar, si la borrachera que todavía traía atravesada, o el querer demostrarles a esos pendejos, que él sí tenía los suficientes tamaños para entrar y poner el clavo donde le habían dicho; instantes después trepó por la reja, y una vez que estuvo del otro lado, inició a caminar hacia el fondo del cementerio, desde afuera los tres restantes, lo miraban con morbo, suponían que el miedo terminaría por traicionarlo, y lo obligaría a salir corriendo, pero no fue así, poco a poco se fue adentrando, hasta que se hizo difícil seguir percibiendo su figura, entre más atisbaban, menos lo identificaban.
Tan absortos estaban en su hazaña, que nadie percibió el merodeo de la sobrecogedora figura de un personaje por demás fantasmagórico, que agazapado entre algunas tumbas, miraba la escena; su torva mirada, y su sonrisa burlesca, era lo único que se distinguía bajo el resplandor de los relámpagos, si alguno de los cuatro osados borrachines lo hubiese descubierto, su imaginación le dictaría que se trataba de un ser salido de ultratumba, pero no era así, se trataba de Segismundo el viejo sepulturero, enigmático, y silencioso, quizás nadie en tantos años haya cruzado palabra con él, ni conocido su voz.
Después de haber caminado por entre los pasillos, y quedar frente a la tumba referida, procedió a sacar de entre sus ropas el clavo y el martillo, humedecido su cuerpo por tanta lluvia, pero además por el álgido sudor que brotaba a chorros por su rostro, se fue acercando lentamente hasta la superficie del sepulcro para empezar a martillar; a una distancia prudente, y en el mayor de los silencios era observado por Segismundo, quien impertérrito atestiguaba la irreverente acción, el golpeteo del martillo era opacado por el silbido del viento que en esos momentos empezaba a soplar furiosamente, como si renegara por que la paz de los sepulcros estaba siendo mancillada.
Allá afuera, los acobardados acompañantes de José Anastacio aguardaban su regreso, un escalofrío recorría sus cuerpos, se miraban entre sí, sin pronunciar palabra, como si con ello pretendieran escuchar los pasos de su compañero que ya venía de regreso, pero por más que aguzaban el oído, no percibían paso alguno; fueron momentos de creciente angustia, tal parecía que empezaban a arrepentirse de haberlo azuzado a tan aberrante aventura, pero lo hecho, hecho estaba, y ya no había vuelta atrás, ahora solo restaba someterse a la angustiante espera.
Entre tanto, sobre el sepulcro, el golpeteo se repetía una y otra vez, el clavo poco a poco se iba hundiendo sobre el mármol de la fría lápida, el mudo testigo contemplaba inmóvil la escena, el obnubilado carpintero, urgido por dar por terminada la horripilante prueba, y poder largarse de ahí, lanzaba los golpes con fuerza, a decir verdad, manipulaba el martillo sin estar consciente de hacerlo; el corazón le latía a gran velocidad, sentía que el pecho le explotaría en cualquier momento, ya era demasiado el miedo que lo invadía, que en algún instante pensó aventar la herramienta y salir corriendo sin dar por terminada su tarea.
Ante la acometida del viento, las crujientes ramas de los árboles se frotaban entre sí, permitiendo que los relámpagos que en el cielo se dibujaban, filtrasen su luz, dando la apariencia de que figuras espectrales atestiguaban la escena. José Anastacio, al mirar de reojo toda esta danza, terminó por enloquecer, cuando al fin hubo dado el último golpe, echó a correr, al tiempo que lanzaba el martillo hacia el suelo, sus ojos desorbitados buscaban afanosamente el camino de regreso, apenas había girado y dado el primer paso, sintió un tirón en su capa, alguien se la había sujetado por la parte de atrás, y le impedía avanzar, exacerbado hasta la médula, quedó petrificado.
Allá afuera, los acompañantes de José Anastacio, que para entonces, ya no eran dueños de sí mismos, el horror ya había devorado sus voluntades, sus obnubilados cerebros ya no atinaban a discernir, el pánico que los abrazaba, los había enloquecido, una angustia desbordada porque su compañero estuviese de regreso sano y salvo, los cimbraba de pies a cabeza; en esas estaban cuando de repente allá adentro, en la lejanía, en lo más profundo del camposanto, se escuchó por todos los aires, un grito desgarrador, el cual retumbó por toda la campiña, la paz de los sepulcros había sido quebrantada, ni la lluvia ni el viento fueron capaces de acallar el horrendo alarido.
Los infortunados borrachines, impensadamente corrieron en desbandada, abandonando a su compañero de parranda, en su alocada carrera, al fin pudieron alcanzar la lóbrega cantinucha, pero esta ya había cerrado sus puertas, y de Crisanto el cantinero ni sus luces. Urgidos de encontrar quién los auxiliara, no cesaron en su desbordada tropelía, pocos minutos bastaron para que recorrieran las obscuras callecitas del pueblo, exánimes y a punto del infarto, consiguieron llegar hasta el atrio de la iglesia, todo era oscuridad, la lluvia no cesaba, y la exigua Luz de la farola apenas si les permitía percibir el contorno de la parroquia, recargados sobre el apolillado portón, permanecieron por largo rato.
Capítulo IV
Todavía no terminaba de amanecer, cuando las primeras campanadas, insistentes llamaban a la primera misa de la mañana, allá arriba, en lo más alto del campanario, se encontraba el padre Serapio, hombre añoso, de figura regordeta y simpática, quién afanoso cumplía con los diferentes quehaceres de su parroquia; por momentos era el sacristán, otros tantos, el secretario, y la mayor de las veces, el señor cura, confesor y benefactor de todos los feligreses del pueblo.
El ensordecedor ruido que emitía el golpeteo del badajo contra el bronce de la campana, terminó por despertar a los tres menguados borrachines, su lamentable aspecto los delataba, la juerga de anoche los había vapuleado brutalmente, sucios y batidos de lodo hasta la coronilla, el hedor de la resaca era insoportable y sobre todo, sus rostros, pálidos y desencajados, con una mirada fuera de control, turbados a más no decir, querían emitir palabra, pero su lengua estaba entumecida, un tanto por todo el alcohol ingerido, y otro tanto por el tremendo susto del que fueron víctimas.
Desde las alturas, el padre Serapio pudo verlos como yacían tirados en el suelo a la entrada de la parroquia, indignado el sacerdote, apenas atinaba a gritarles:
-¡Eah, borrachos indecentes cómo se atreven!-
-¡Vamos retírense!-
Los aturdidos mequetrefes voltearon hacia el campanario, y entrecerrando los ojos, pues la luz del sol surtía efectos deslumbrantes sobre su rostro, apenas si distinguían la irritada figura del sacerdote, quien manoteando, gesticulaba lleno de indignación.
Uno de los tres trasnochados, empezó a levantarse, sus movimientos totalmente lerdos, apenas si le permitían sacar fuerzas para que sus pies mantuviesen el equilibrio, ya en posición vertical, intentó gritarle al cura:
-¡Padrecito, padrecito, ayúdenos, nuestro amigo José Anastacio, se quedó allá, en el camposanto!-
Y así, en varias ocasiones, el grito de imploración se repetía, a la distancia el sacerdote no lo escuchaba con precisión, creyendo que se trataba de una de tantas incoherencias que dicen los borrachos, dio la vuelta y se dispuso a bajar del campanario por la parte trasera de la parroquia.
Cuando el sacerdote abrió el portón para que los feligreses entrasen a escuchar la Santa Eucaristía, con desagrado descubrió que ahí, a unos cuantos pasos seguían los tres insolentes, enojado por el agravio que se hacía a la casa de Dios, empezó a gritarles:
-¡Vamos , insolentes, retírense de aquí, no vengan a ofender este Sacrosanto lugar!-
-¡Que se vayan, les digo!-
Al no obtener respuesta alguna, y por el contrario, al observar cómo sus rostros imploraban ayuda, bajó el tono de su voz y preguntó:
-¿Qué les pasa, que tienen, pareciera que vieron al mismísimo demonio?-
-¡Miren nomás qué sucios están!-
-¿A dónde se fueron a meter?-
De los tres, el que había logrado ponerse de pie, fue quien, con voz vacilante, empezó a explicar al padre Serapio, lo que horas antes, había ocurrido allá en el camposanto; El Cura abriendo tamaños ojotes, y poniendo su mano derecha sobre su boca, no daba crédito a lo que estaba escuchando.
-¡A ver, a ver, explícamelo más despacito!-
-¿Dices que estaban tomando en la cantinucha de Crisanto, cuando empezaron a envalentonarse?-
-¡Si Padrecito, estábamos discutiendo, porque José Anastacio, nos decía que él era amigo de casi todos los difuntos que están sepultados en el panteón, y en la discusión señor Cura, lo retamos para que fuera a colocar un clavo sobre una de las tumbas!-
Entre asombrado, y asustado, el padre Serapio, exclamó:
-¡Como se atreven a quebrantar la paz de los sepulcros de esa manera!-
Pobre muchacho, -¿Que creen que le haya pasado?-
Casi al unísono, los tres tembeleques gritaron:
-¡No lo sabemos Padrecito!- estábamos esperándolo a que saliera, cuando de repente allá adentro del panteón se escuchó un grito muy horrible, era José Anastacio, Padrecito ¡era José Anastacio que gritaba muy feo !
En ese instante rompieron a llorar intensamente, el Padre Serapio, intuyendo que no sería fácil consolarlos, prefirió guardar silencio, algo confundido por el relato, apenas si atinaba a proferir palabra, sin saber qué hacer, se tocaba la frente con su mano derecha, al tiempo que agachaba su cabeza; algunos feligreses que para entonces ya se arremolinaban en torno a los quejosos, empezaron a persignarse, y el susurro no se hizo esperar:
-¡Estos brutos, como se atrevieron a tentar al satanás!-
-¡Segurito ya vienen embrujados!-
Esos, y más comentarios se alcanzaban a escuchar de entre los murmullos; haciendo a un lado su estupor, y sin dejar de frotarse la frente, el Cura echó a andar apresuradamente hacia el fondo de la parroquia, y de dentro de un mueblecito, que forma parte de la decoración del altar, tomó algunos implementos, los cuales depositó dentro de una bolsa de manta a manera de morral y dando unos pasos hacia atrás, reverenció la imagen de San José, Santo patrono del lugar, acto seguido regresó a donde los feligreses y los borrachitos esperaban expectantes.
-¡Vayamos al panteón, rápido, Vayamos al panteón!-
Eran los gritos del sacerdote, que apresuradamente caminaba hacia la calle, los atolondrados parranderos y la gente ahí reunida, también echaron a andar detrás de él; no habían pasado muchos minutos, ni habían caminado lo suficiente, y la procesión ya agrupaba un buen número de curiosos, quienes al paso del sacerdote y su comitiva, se agregaban al contingente, no sabían bien a bien lo que estaba sucediendo, pues no era ni día, ni hora para que transitara por las calles del pueblo tal cantidad de gente.
La curiosidad iba en aumento a medida que se alejaban del pueblo, no entendían el porqué de esta peregrinación, ni mucho menos porqué dirigirse hacia donde no había casi nada, únicamente el cementerio; no se celebraba el aniversario de ningún santo, ni había festejo alguno de índole religioso por la región, entonces ¿el porqué de esta procesión?
Capítulo V
El sacerdote y sus feligreses, poco a poco se fueron acercando al cementerio, a la distancia, agazapado entre la enmohecida verja, Segismundo, el viejo sepulturero, intrigado atisbaba por entre las espirales y figurillas que le daban forma, los cánticos y los rezos de los peregrinos, le habían puesto sobre aviso; su paso era lento, quizás como queriendo no llegar, lo fangoso del camino, no les permitía avanzar más aprisa.
Cuando al fin estuvieron frente a la entrada, el sacerdote, levantando su mano, les indicó que se detuvieran, previendo algo grave, les pidió que no entraran, que únicamente lo harían él y los tres amigos de José Anastacio. Los feligreses, ceñidos por una mezcla de morbosa curiosidad, y miedo a lo desconocido, insistieron en entrar; el sacerdote, al ver que no los iba a poder contener, se limitó a pedirles que se mantuviesen a prudente distancia.
Así pues, se fueron adentrando por los angostos y maltrechos pasillos, en dirección hacia la tumba donde supuestamente tenía que haber llegado José Anastacio, aún y cuando el sol ya estaba en todo su esplendor, no dejaba de sentirse en el ambiente ese bochorno y ese vaporcillo flotando en el aire, producto del calentamiento que producían los rayos del astro, sobre la humedad del suelo y la vegetación, provocando en los ahí presentes que el sudor corriese a chorros por todo su ser; aunque, a decir verdad, el sudor que perlaba su rostro, se debía también a la incertidumbre de lo que en pocos momentos descubrirían.
No hubieron de esperar mucho, ahí al frente se encontraba el redondel que marcaba el centro del panteón, donde convergían varios de los pasillos; el sacerdote, que era quien iba a la delantera, disminuyó el paso, quizás con la idea de percibir en el entorno algún ruido o murmullo que indicara por donde podría estar José Anastacio, o quizás también, buscando que el infortunado carpintero, los divisara a la distancia, y les gritara pidiendo auxilio. Sin embargo, ni lo uno, ni lo otro sucedió, exacerbando aún más los nervios del religioso y la gente que lo acompañaba.
Lo único que se podía observar al frente, eran los innumerables sepulcros, muchos de ellos, rodeados por la crecida hierba, otros tantos, franqueados por los árboles, que como fieles guardianes, protegían el sueño eterno de quienes ahí reposaban.
Cuando al fin el sacerdote, se posó en el mero centro del redondel, y pudo mirar hacia todos lados, la expectación creció entre los borrachines y los feligreses que para entonces ya se habían instalado en torno al lugar; de pronto uno de los borrachines, al tiempo que señalaba hacia una de las tumbas, gritaba desesperadamente ¡Ahí padrecito, ahí padrecito! Y sin pensarlo más echó a correr seguido por el religioso ¡Mire padrecito, mire, aquí está el martillo de José Anastacio! Muy comedido, se agachó y lo levantó, y al estar poniéndolo sobre las manos del sacerdote, nuevamente dejó escapar tremendo grito: ¡Ahí padrecito, ahí junto a esa tumba!, nuevamente echó a correr, ahora en esa dirección. ¡Mire padrecito, mire, este es el morralito de clavos de José Anastacio!
Y cuando se disponía a agacharse para recogerlo, el sacerdote, tomándolo por el brazo, lo hizo girar un poco a la derecha, y señalando con el dedo índice, exclamó en vos alta ¡Santo Dios, mira eso!, y abriendo tamaños ojos, ya no pudieron emitir palabra, en sus ojos se dibujaba el terror y la angustia.
Todos los demás que a distancia observaban la escena estaban como petrificados, no se percibía movimiento alguno en ninguno de ellos, no sabían bien a bien lo que estaba sucediendo, o lo que el sacerdote estaba observando; cuando al fin pudo recuperarse de su estupor, y pudo emitir palabra, el sacerdote, con movimientos que a momentos parecían ser decididos, y a momentos parecían ser cautelosos, empezó a caminar hacia un costado de la tumba y a medida que se acercaba, más se santiguaba y más rezaba en vos alta.
-¡Señor Misericordioso, que siempre nos acoges a la hora de nuestra partida, apiádate del alma de este nuestro hermano José Anastacio!-
Efectivamente, ahí tirado entre la hierba, yacía el cuerpo ya sin vida de José Anastacio, se le apreciaba muy sucio, la lluvia y el lodo lo habían semicubierto, era terrible ver aquella figura, sus manos crispadas, y su rostro totalmente desfigurado por el rictus de dolor al momento de morir.
-¿Qué pudo haber ocasionado su muerte?- se preguntaba el sacerdote, no terminaba de hacerse la pregunta, cuando una nueva sorpresa lo invadía:
-¡Santo Dios, que muerte tan inútil!- Inclinándose lo suficiente para alcanzar la superficie de la losa del sepulcro, le dijo al borrachín que permanecía parado junto a él -¡Mira esto, míralo, esto fue lo que lo mató!- El pobre hombre que ya no podía ni con su alma, entre balbuceos y sollozos, preguntó -¿Qué cosa padrecito, qué cosa fue lo que lo mató?-
-¡Aquí, mira, este clavo fue el que lo mató!-
-¡Mira, al momento de introducirlo en la losa de este sepulcro, no se fijó, y mira, el clavo lo colocó sobre su capa, y martilló con fuerza, sin que él se diera cuenta de lo que estaba sucediendo!-
Lógicamente, cuando él giró y quiso alejarse del lugar, su nerviosismo era tal, que no se percató que su capa la había clavado a la losa, y cuando dio el primer paso, sintió el tirón, muy probablemente, al sentir que algo lo jalaba por detrás, imaginó que el cadáver de esta tumba era quién le estaba sujetando.
Sin aguantar más, el borrachín cayó de bruces a los pies del religioso, los feligreses que impávidos seguían observando la escena, totalmente confundidos, no atinaban a comprender que era lo que estaba pasando, su pánico no les daba claridad de pensamiento, sentían que todo aquello era obra del demonio.
Entre tanto, por uno de los pasillos, arrastrando sus pies, y sobre ellos, el peso de sus años, después de haber presenciado el acontecimiento, inconmovible se alejaba hacia el fondo del panteón, Segismundo, el viejo sepulturero.
FIN